Palabra Clave (La Plata), octubre 2016, vol. 6, n° 1, e013. ISSN 1853-9912 
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Departamento de Bibliotecología

 

Artículo de opinión/Opinion essay

 

Infancias, recuerdos y dictadura: una lectura de Golpes

Florencia Bossié*

*Centro cultural “La Grieta”, La Plata, Argentina.
Universidad Nacional de La Plata. Biblioteca Pública.
florenciabossie@yahoo.com.ar

Cita recomendada: Bossié, F. (2016). Infancias, recuerdos y dictadura: una lectura de Golpes. Palabra Clave (La Plata), 6(1), e013. Recuperado de http://www.palabraclave.fahce.unlp.edu.ar/article/view/PCe013

Las memorias están cada vez más ricas,
más jugosas. No hablo de las fotos;
hablo del recuerdo de las fotos,
del cristal de una imagen: lo adeudado,
los cachorros que ladran en la noche.
(Beatriz Vignoli)

Yo, que nací en abril de 1976, durante muchos años me la pasé rebuscando en las palabras que me llegaban como ecos, para tratar de saber cómo era vivir en dictadura; quiero decir que me preguntaba cómo era transcurrir los días completos, cómo las meriendas, qué se sentía al caminar las calles, al escuchar gritos y bombas lejanas (y también cercanas), qué pensaban mis padres, cómo pactaron lo que dirían y lo que no. Siempre me llegaban las mismas anécdotas de los tiempos felices, relatos que parecían armados para una puesta en escena, una construcción del silencio. Lo cierto es que entre los cuentos también tengo recuerdos de una infancia que sucedió en dictadura toda (aún más allá del ´83), esas marcas indelebles de las que encontré rastros en muchos de los escritos presentes en Golpes1.

Leí el libro más de una vez (incluso con los compañeros de “Libros que Muerden” compartimos algunas impresiones en nuestro grupo de estudio).2 Una de las primeras cosas que me pasó después de la lectura, fue que me dieron ganas de escribir mi propio Golpe. Yo, que no soy de tanto escribir, tenía ganas de hacerlo. Debe ser por la cercanía que proponen los relatos, por las experiencias comunes, porque casi todos los que vivimos en dictadura tenemos algo para decir del último golpe y su resonancia en nuestras vidas. Leer este libro fue una experiencia de buceo, de descubrimiento, de indagación en lo secreto, lo que por primera vez se pone en palabras. Una recorrida por atmósferas construidas a partir de instantes. Tuve la sensación de que los autores que componen el libro y su decir coral, experimentaron el desahogo que provoca el ejercicio de nombrar por primera vez lo que resulta doloroso (y digo que es una sensación porque tal vez no sea así, pero cabe aquí la singularidad de la experiencia lectora). A través de estos relatos, atravesé el cotidiano de niños y jóvenes en un tiempo de espantos. En la polifonía de voces, en las distintas plumas y los diferentes tonos, hay acontecimientos, músicas y objetos en los que podemos reconocernos: el rastrojero, el mundial 78, radio Colonia, las Malvinas, las requisas, el servicio militar: “Hay toda una historia, la de una o dos décadas, que podrá contarse a partir de los anteojos con marcos de nácar grueso y oscuro”, dice Ernesto Semán en su texto “Antebrazo” (Golpes, 2016).

Hay algo que resulta interesante y es que no nos están hablando los protagonistas, los que podríamos llamar “víctimas directas”; no son los militantes, los sobrevivientes, los HIJOS. Los que hablan parecen ser los testigos “menores”, los que tal vez en esos momentos callaron (como mis padres entonces). Ellos pueden dar cuenta de los barrios saqueados, de los vecinos intrigados por los allanamientos, de los indiferentes, de los cómplices, pero en aquél presente no se sentían “protagonistas” y mucho menos “víctimas”.

Incluso en los momentos más álgidos en lo personal, cuando alguien cercano a mí fue secuestrado (está desaparecido) y debí dejar por un tiempo prudencial la casa de mis padres (…), no fui capaz de vincular ese clima entre pacífico y sórdido de las noches desiertas con la amenaza colectiva representada por la represión. Sergio Chejfec en “Sin título” (Golpes, 2016).

En algunos relatos aparece la infancia en su estado más puro, apelando a lo misterioso, a cierto componente mágico, a lo que no tiene explicación (y hasta a una lapicera-bomba, como sucede en “4 colores”, el relato de Carlos Ríos). En otros hay cierto tono reflexivo que irrumpe en el recuerdo, como en “Queso” de Esteban López Brusa (Golpes, 2016): “Con la memoria personal no hay que meterse, desafía al error apenas puede. Igual que mucha gente, uno vive creyendo que goza de una memoria certera. Como si eso fuera factible […], memoria falluta”.

También tiene lugar en este libro la “relatividad” del recuerdo, es decir, lo que se supone recuerdo pero también puede ser construcción del recuerdo, como en el texto de Martín Kohan, “Crónica detallada del 24 de marzo de 1976” (Golpes, 2016): “El día empezó muy temprano (empezó, habrá empezado). Madrugamos (habremos madrugado) Volvimos a casa (habremos vuelto) [...]. Son todas cosas que deduzco [...]. Conjugo de esta manera porque la verdad es que no me acuerdo”.

Entonces el lector puede acordar en que no tener recuerdos también es lícito y es parte de la memoria y su reconstrucción de lo fantasmal. Y retorné a preguntas repetidas: ¿qué es un recuerdo? ¿Cómo se construye y se moldea a través de los años? ¿Cuánto de realidad y cuánto de ficción hay en ese rememorar instantes tal vez fugaces? ¿Cuánto de lo que recordamos es propio y cuánto de las memorias de los demás? ¿Cuál es el mecanismo que hace que los detalles se transformen en huellas? La memoria, ¿permite distorsiones? ¿Cuánto sirve el recuerdo? Digo que mucho, digo que es necesario, porque la memoria es tal, una vez que se narra y se transforma en una suerte de ungüento constituido de ingredientes que se maceran con los años.

Otra característica que se destaca en todo el libro es el vaivén de los tiempos, el desapego hacia la cronología convencional y la propuesta de un tiempo distinto, algo que aparece más nítidamente en los textos de Laura Lenci, “Cronología invertida del 24 de marzo (golpe a golpe)” y Paula Tomassoni, “Réplica en escala”. Algunos de los relatos se sitúan en plena dictadura, otros aluden a la previa del horror, a 1975, cuando el golpe ya era casi una realidad y las “casas tajeadas” de Mariana Enríquez, dejaban las intimidades a la intemperie, los cuerpos desprovistos y las ciudades partidas.

Se cuenta también el exilio del cual muchos chicos fueron víctimas sin posibilidad de decisión. Es Fernanda García Lao quien dice, rememorando sus esfuerzos de adaptación en España: “Somos un árbol al revés: las raíces al descubierto [...]. Sonar argentina es una señal de irreverencia. La madre patria exige la entrega absoluta de mi lengua, de mi identidad [...]. Hasta que me hago experta en zetas y ces” (Golpes, 2016)

Yo, que soy bibliotecaria, me puse a rastrear lo que sucedía con los libros. Entonces comprobé que fueron embolsados y enterrados y que también, claro, fueron el refugio en una biblioteca de fábrica o el permitido de una maestra que luego desaparece: “Desapareció la señorita Patricia, la guerrillera, decían. Las monjas habían protegido a la señorita Patricia dándole ese trabajo de maestra para que no desapareciera, pero ella tenía el destino de desaparecer”, relata Patricia Suárez en “Una vez en un sueño” (Golpes, 2016).

También hay algunos títulos “de época”, de esos que algunos lectores frenéticos perseguimos en librerías de viejo o en pilas de descarte de bibliotecas, como la enciclopedia Lo sé todo, El médico en casa, El libro de los animales salvajes, Tu bebé y tú, los libros de Reader´s Digest, todos prolijamente censurados por una madre que tachaba las partes inconvenientes con esmalte rojo para uñas, en una singular estrategia de maquillaje libresco. Y aquí, no pude dejar de preguntarme, cómo describir esos ejemplares, cómo reflejar en una fría base de datos de biblioteca la trayectoria de ese libro que fue mutilado, escondido, tachado; ese libro sobreviviente. Pareciera que en Golpes caben todos los miedos que obligaron a los escritores a cambiar argumentos, a los lectores a enterrar sus libros, a los libreros a esconderlos, a los bibliotecarios a ponerlos en la doble fila de los estantes más altos.

Dice Martín Kohan en “Los ojos de la infancia”:

Me pregunto si es posible comprometer una narración literaria de los años 70 sin por eso subordinarla al imperio de la realidad, a la exigencia de dar cuenta de los hechos tal cual fueron […]. Me pregunto si es posible anclar la literatura en la memoria vivencial de los años 70 sin reducirla al documento (Kohan, 2008).

Después de leer Golpes, digo, que con la literatura me alcanza (aunque no sólo con ella, porque no desdeño el testimonio ni la reflexión del ensayo y el texto histórico, que tanto aportan incluso a la literatura). Y digo que gracias por este libro que (intuyo) no buscó la novedad, sino más bien la simplicidad de lo sensible y la potencia de lo colectivo. Pareciera que los autores se animan a la excavación, al desenterramiento, al acto valiente de comenzar a decir luego de años de estratos, de capas superpuestas. Como sabemos, todo cabe en la literatura. Toda sugerencia, toda confirmación, todo desvarío y toda historia caben en la ficción. Es por eso que leyendo Golpes no nos preguntamos qué es verdad y qué es imaginación. Y nos creemos todo. Porque todo es próximo y es parte de un sedimento que vuelve a la superficie mientras leemos. “Investigar me da pereza. El pasado me obsesiona y me da pereza al mismo tiempo”, dice Mariana Enríquez en “El ahorcado” (Golpes, 2016).

A 40 años del golpe cívico militar en Argentina se edita un libro que no pretende documentar, sino que hace literatura de la infancia, literatura del recuerdo, literatura de la memoria y sus huecos, literatura de esos múltiples golpes, tan múltiples como los recuerdos que nos habitan y los olvidos que nos atraviesan. Pienso en Golpes como eso que nombra César Aira en alguno de sus tantos libros cuando dice algo así como que el pasado es una “caja fuerte inviolable”, una “cavidad virtual” en la que todos los secretos de una persona, están a salvo y en la que podemos acumular tesoros sin fin, disponibles para ir y sólo tomarlos. En tiempos de desasosiego (en que lo vetusto atropella y regresa una vez más en forma de enmascarada novedad); en tiempos de poner en duda todo lo que creíamos certeza, de aniversarios y números redondos (que siempre interpelan y conmueven), hoy que lo colectivo se hace tan necesario, recibimos este libro como un tesoro, como un nuevo modo de contar la historia y de vincularnos con el pasado y, por qué no, como un refugio para la memoria.

Notas

1 Este texto es una adaptación del escrito realizado para la presentación del libro Golpes, realizada en la Biblioteca Prof. Guillermo Obiols de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Propone una mirada subjetiva, de ahí la primera persona.

2 "Libros que muerden" es parte del centro cultural La Grieta (ciudad de La Plata, Argentina). Allí, en la Biblioteca La chicharra, se preserva una colección de libros infantiles y juveniles que fueron censurados en Argentina y que son el insumo para realizar muestras, talleres, charlas e investigaciones. Para conocer más http://librosquemuerden-lagrieta.blogspot.com.ar/ y Pesclevi, Gabriela (2014). Libros que muerden. Buenos Aires: Biblioteca Nacional.

Referencias bibliográficas

Kohan, M. (2008). Los ojos de la infancia. Dosier, 8. Recuperado de http://www.revistadossier.cl/los-ojos-de-la-infancia/

Torres, V., y Dalmaroni, M. (Ed.). (2016). Golpes. Relatos y memorias de la dictadura.Buenos Aires: Seix Barral.

Recibido: 13 octubre de 2016.
Aceptado:
 17 de octubre de 2016.
Publicado:
28 de octubre de 2016.

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